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AMOR CRISTIANO

“Éste es el primero y grande mandamiento. “Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:37–39).

Marta, de 34 años, sostenía con fuerza a sus dos hijos, Andrés de 8 y Valeria de 5, mientras la lluvia caía sin piedad. Estaban refugiados bajo un pequeño techo improvisado en un parque abandonado. Sus pertenencias se reducían a una mochila vieja y una manta empapada.

Las circunstancias los habían llevado a la calle hacía dos meses, cuando Marta perdió su empleo como empleada doméstica y, con ello, el techo que les daba refugio. En ese momento, los días eran un suspiro de lucha, y las noches, un lamento silencioso mientras abrazaba a sus pequeños, prometiéndoles que todo estaría bien.

La tormenta de esa noche parecía más cruel que nunca, como si el cielo llorara con ellos. Marta, cansada y al borde de la desesperación, miraba las luces de los autos pasar, esperando un milagro. Entonces, un coche negro se detuvo frente a ellos.

2.⁠ ⁠EL DESCONOCIDO DE CORAZÓN GENEROSO

De aquel auto bajó un hombre elegante, con traje oscuro y una mirada seria. Su nombre era Santiago, un empresario de 45 años que regresaba de una reunión. Detenerse aquella noche no estaba en su agenda, pero algo en la escena frente a él lo hizo frenar.

Marta lo miró con desconfianza. Después de todo, la vida en la calle le había enseñado a no esperar mucho de los extraños. Sin embargo, Santiago no era como los demás.

—¿Necesitan ayuda? —preguntó con voz firme, pero con un toque de calidez que Marta no esperaba.

Ella dudó por un momento, pero Andrés respondió antes que su madre.

—Mi mamá dice que todo estará bien, pero tenemos frío.

Esas palabras, pronunciadas con la inocencia de un niño, atravesaron el corazón de Santiago como un dardo. Sin pensarlo dos veces, les ofreció subir al auto.

Marta, insegura pero desesperada, aceptó. Dentro del vehículo, el aire caliente y las mantas que el chofer les ofreció fueron como un abrazo inesperado. Por primera vez en meses, Marta sintió que tal vez no estaba sola.

Santiago los llevó a su mansión, una casa imponente con grandes ventanales y jardines perfectamente cuidados. Para Marta, aquello parecía de otro mundo. No podía evitar sentirse fuera de lugar, pero sus hijos, fascinados, corrían de un lado a otro, explorando con asombro.

La ama de llaves, una mujer amable llamada Clara, los recibió con ropa seca y una cena caliente. Santiago observaba todo desde la distancia, pensando en lo injusta que podía ser la vida.

Durante la cena, Marta compartió su historia. Le habló de su vida antes de la calle, de su lucha por darles a sus hijos un futuro y de cómo la adversidad los había llevado a aquel parque. Santiago, quien siempre había pensado que el éxito era resultado exclusivo del esfuerzo, comenzó a cuestionar sus propias creencias.

—A veces —dijo Marta mientras miraba a sus hijos—, parece que el mundo nos da la espalda. Pero basta con una persona que crea en ti para recordarte que aún hay esperanza.

Esas palabras resonaron profundamente en Santiago.

Esa misma noche, Santiago decidió que no solo les daría refugio temporal. Quería hacer algo más. Al día siguiente, les ofreció quedarse en una pequeña casa que tenía en su propiedad mientras Marta buscaba un empleo.

Marta, incrédula, preguntó:

—¿Por qué hace esto?

Santiago, con una sonrisa tímida, respondió:

—Tal vez porque todos necesitamos una oportunidad.

Los días pasaron y, con la ayuda de Santiago, Marta encontró un trabajo en una panadería local. Santiago, por su parte, pasaba tiempo con Andrés y Valeria, quienes se habían encariñado rápidamente con él. Su relación comenzó a ser más que la de un benefactor y una familia necesitada; se convirtió en una amistad sincera.

Meses después, Marta ya había ahorrado lo suficiente para rentar un pequeño apartamento. Mientras empaquetaba sus cosas, sentía gratitud, pero también tristeza. Había encontrado en Santiago y su hogar algo más que un techo; había encontrado una familia.

El día de su partida, Santiago los despidió con un abrazo, pero antes de que se fueran, sacó un sobre y se lo entregó a Marta. Dentro, había un contrato que le ofrecía empleo estable en una de sus empresas.

—No es caridad, Marta. Es porque creo en ti, y sé que harás grandes cosas.

Marta no pudo contener las lágrimas. Se dio cuenta de que, en la peor de las tormentas, había encontrado más que ayuda: había encontrado una segunda oportunidad, un milagro que ella nunca olvidaría.

Mientras se alejaban, Marta miró a sus hijos, quienes sonreían despreocupados, y supo que, por fin, después de tanto, estaban en camino a un nuevo comienzo.

Los años pasaron, y Marta prosperó en su trabajo, logrando brindarles a sus hijos la estabilidad que siempre soñó. Aunque ya no vivían con Santiago, la amistad perduró.

Un día, mientras veían juntos una tormenta desde la ventana de su nuevo hogar, Andrés le preguntó:

—Mamá, ¿por qué ese señor nos ayudó?

Marta sonrió y respondió:

—Porque hay personas que llegan a tu vida para recordarte que, aunque el cielo esté oscuro, siempre hay una estrella que te guía. El Señor siempre está al control de todo.

Cristian Balbontin – Cristiano Adventista del Séptimo Dia

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