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MI PERRITA LULY

Hace quince años, en un radiante día de primavera, llegó a nuestras vidas Luly. Era una pequeña perrita blanca como la nieve, de pelito suave y mirada curiosa, que nos conquistó desde el primer instante. Juguetona y vivaz, corría sin descanso por el jardín, compartía travesuras con la gata y con nuestra otra maltesa, llenando la casa de alegría y risas.

Hoy el tiempo ha pasado para todos. Nosotros ya somos parte de la tercera edad, y Luly, aunque creció, sigue siendo nuestra bebé. Es tan pequeñita que aún parece menor que un gato. Sin embargo, su energía de antaño ha quedado atrás: ya no corre ni juega como antes. Ahora somos solo mi esposa, yo y ella, descansando juntos en casa. Tiene cataratas, casi no ve, y duerme gran parte del día.

Hace poco la llevamos al veterinario, quien nos dio una noticia difícil: Luly tiene una masa en la vejiga. Mi esposa lloró durante dos días; yo, con el corazón encogido, solo pensaba que nuestra fiel compañera ya ha vivido quince largos y hermosos años, superando con creces la esperanza de vida de su raza.

Aun así, Luly permanece con nosotros, tranquila y serena. No muestra dolor, come bien y continúa siendo nuestra perrita amada. Cuando la tomo en brazos, acerco su cuerpecito suave a mi rostro y la abrazo con todo mi cariño. Agradezco al Señor por habernos bendecido con su compañía y, mientras Él lo permita, atesoraré cada instante a su lado, hasta su último día.

Al momento de escribir este mensaje, Luly superó su enfermedad y esta muy bien, excepto por su vejez.

Dios nos regaló a los animales para que fueran parte de nuestra vida y amor. Como dice la Escritura:

“E hizo Dios los animales de la tierra según su especie, y el ganado según su especie, y todo animal que se arrastra sobre la tierra según su especie. Y vio Dios que era bueno.” (Génesis 1:25)

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