Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí. Y la vida que ahora vivo en el cuerpo, la vivo por mi fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a la muerte por mí. Galatas 2:20
La celda de aislamiento era estrecha y fría. Cada infracción se castigaba con una paliza. En esa prisión argentina saltarse las normas era suicida. Su cara hinchada por los golpes latía dolorida. Pocas horas antes luchaba en un pabellón contra dos reclusos con cuchillos como espadas. Palpó su rostro magullado e impotente gritó: “Señor, no quiero morir aquí.” Rememoró su salida de Paraguay siendo niño. Su llegada a la Villa más peligrosa de Buenos Aires plagada de mafias y bandas armadas. Revivió su primer chute de coca y su adicción a las pastillas y la marihuana. Sus primeros robos, el asalto a viviendas y ese tiroteo aciago donde un subinspector de policía recibió ocho balazos. Hasta que fue encarcelado. Para defender su vida, Atilio había de fabricar sus propios cuchillos y manejarlos con destreza. Matar o morir se convirtió en su lema. Una riña en el patio del nuevo penal se tiñó de furor y crueldad. Ahora, aislado en una nueva celda, Atilio lloró. “Dios, si existes, sácame de aquí”. Un día recibió la visita de un familiar. Abriendo juntos una Biblia leyeron el relato de José y la intervención de un Dios amoroso en una cárcel egipcia. En su desamparo, Atilio estudió las Escrituras. Días después soñó con un desconocido: “¿Quién eres?” preguntó. “Soy Jesús. Escribe un diario”.
¿Qué nos propone Jesucristo? ¿Acaso tiene un diario en blanco para cada uno y pretende que lo escribamos? ¿O es Él quien debe escribirlo y nosotros permitírselo? Atilio es sólo una representación del monstruo latente que todos llevamos dentro. Aguarda agazapado para salir, para manifestarse, para demostrar que puede devorar con su violencia y egoísmo extremo a cualquier ser vivo. Poco le importan que sean familiares, amigos o desconocidos. El mal toma cuerpo y crece cada vez que dañamos, herimos y maltratamos. El germen de lo más oscuro pervive en nosotros y según su necesidad adopta la forma que más le convenga. Hay muchas cárceles y muchas formas de violencia. Hay prisiones en rascacielos, en Palacios de Justicia, en hospitales y en iglesias. Hay un calabozo en cada morada donde el corazón aplasta a su prójimo, donde el yo se impone al tú, y lo mío a lo de los otros. Por eso Cristo, conocedor de nuestra alma, nos invita a aplacar a ese opresor interior, a reducirlo a su mínima esencia, a marginarlo y enjaularlo no por medio de nuestros méritos sino de los suyos. El hijo de Dios encierra al tirano en una caja acorazada. Cada día, a cada instante somos tentados para liberarlo y Jesús a nuestro lado nos susurra: “Pégate a mí, confía en mis fuerzas; el monstruo será destruido; aguarda; sólo un poco más; aguarda”.
Atilio el presidiario representa el peor reflejo de nosotros mismos, al ser humano carnal, despiadado, animal, desprovisto de santidad en el que toda imagen de Dios ha muerto. En el otro Atilio, en el cristiano, Cristo emerge y posesiona su vida de tal modo que invade su ser en total plenitud. Es entonces cuando la metamorfosis muestra sus frutos: “Y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí”.
(Álvaro García Mohedano es el autor del libro HIJO DEL TRUENO, publicado por la Editorial Apia. www.hijodeltrueno.com) –
Muy maravilloso ese libro quiero descargarlo como hago. E tratado y no puedo.
Hola, este libro solo se encuentra en la editorial adventista para comprar.