Que nunca te abandonen el amor y la verdad:
llévalos siempre alrededor de tu cuello
y escríbelos en el libro de tu corazón.
Contarás con el favor de Dios
y tendrás buena fama entre la gente.
Proverbios 3:3-4
Hace veinte años, yo manejaba un taxi para vivir. Lo hacía en el turno nocturno y mi taxi se convirtió en un confesionario móvil. Los pasajeros se subían, se sentaban atrás de mí en total anonimato, y me contaban acerca de sus vidas. Encontré gente cuyas vidas me asombraban, me ennoblecían, me hacían reír y me deprimían. Pero ninguna me conmovió tanto como la mujer que recogí en una noche de agosto.
Respondí a una llamada de unos pequeños edificios en una tranquila parte de la ciudad. Asumí que recogería a algunos saliendo de una fiesta, o alguien que había tenido una pelea con su amante o un trabajador que tenía que llegar temprano a una fábrica de la zona industrial de la ciudad. Cuando llegué, a las dos y media de la madrugada, el edificio estaba oscuro excepto por una luz en la ventana del primer piso. Bajo esas circunstancias, muchos conductores sólo hacen sonar su bocina una o dos veces, esperan un minuto, y después se van. Pero yo he visto a muchas personas empobrecidas que dependen de los taxis como su único medio de transporte. Aunque la situación se veía peligrosa, yo siempre iba hacia la puerta. «Este pasajero deber ser alguien que necesita de mi ayuda .. – razoné. Por lo tanto, caminé hacia la puerta, toqué «un minuto» y, respondió una frágil voz. Pude escuchar que algo era arrastrado a través del piso; después de una larga pausa, la puerta se abrió. Una pequeña mujer de unos ochenta años se paró frente a mi. Ella llevaba puesto un vestido floreado, y un sombrero con un velo, como alguien de una película de los años cuarenta. A su lado una pequeña maleta de nylon. El departamento se veía como si nadie hubiera vivido ahí durante muchos años. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas, no había relojes en las paredes, ningún cuadro o utensilio. En la esquina estaba una caja de cartón llena de fotos y una vajilla de cristal.
Repetía su agradecimiento por mi gentileza. -No es nada -le dije. Yo sólo intento tratar a mis pasajeros de la forma que me gustaba que mi mamá fuera tratada. -Oh, estoy segura de que es un buen hijo -dijo ella.
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Cuando llegamos al taxi me dio una dirección, entonces preguntó:
-¿Podría manejar a través del centro de la ciudad?
– Ése no es el camino corto -le respondí rápidamente.
-¡Oh!, no importa -dijo ella-, no tengo prisa, estoy camino al asilo.
La miré por el espejo retrovisor, sus ojos estaban llorosos.
-No tengo familia –ella continuó, el doctor dice que no me queda mucho tiempo.
Tranquilamente alcancé y apagué el taxímetro.
-¿Qué ruta le gustaría que tomara? -le pregunté.
Por las siguientes dos horas manejé a través de la ciudad. Ella me enseñó el edificio donde había trabajado como operadora de ascensores. Manejé hacia el vecindario donde ella y su esposo habían vivido cuando ellos eran recién casados. Ella me pidió que nos detuviéramos enfrente de un almacén de muebles donde una vez hubo un salón de baile, al que ella iba a bailar cuando era niña. Algunas veces me pedía que pasara lentamente frente a un edificio en particular o una esquina y veía en la oscuridad; y no decía nada. Con el primer rayo de sol apareciéndose en el horizonte, ella repentinamente dijo:
-Estoy cansada, vámonos ahora.
Manejé en silencio hacia la dirección que ella me había dado. Era un edificio bajo, como una pequeña casa de reposo, con un camino para automóviles que pasaba bajo un pórtico. Dos asistentes vinieron hacia el taxi tan pronto como pudieron. Eran muy amables, vigilando cada uno de sus movimientos. Ellos debían haber estado esperándola. Yo abrí la cajuela y dejé la pequeña maleta en la puerta. La mujer estaba lista para sentarse en una silla de ruedas.
– ¿Cuánto le debo? –ella preguntó-, buscando en su bolsa.
-Nada -le dije.
-Tienes que vivir de algo –ella respondió.
-Habrá otros pasajeros -respondí.
Casi sin pensarlo, me agaché y la abracé. Ella me sostuvo con fuerza, y dijo: -¡Necesito un abrazo!
Apreté su mano, y entonces caminé hacia la luz de la mañana. Atrás de mí una puerta se cerró, fue un sonido de una vida concluida . No recogí a ningún pasajero en ese turno, manejé sin rumbo por el resto del día; no podía hablar.
¿Qué habría pasado si a la mujer la hubiese recogido un conductor mal humorado, o alguno que estuviera impaciente por terminar su turno? ¿Qué habría pasado si me hubiera rehusado a tomar la llamada, o hubiera tocado la bocina una vez, y me hubiera ido?
En una vista rápida, no creo que haya hecho algo más importante en mi vida.
Muchas veces por las prisas de la vida que llevamos, pasamos sin ver a nuestro alrededor, miramos pero no vemos, personas que perfectamente podemos ayudar, pequeñas acciones que para el que la recibe puede ser el todo para ese día. Lamentablemente la vida nos obliga a caminar raudo, siempre parece qua vamos atrasados, el día se nos hace corto, la semana y los años pasan sin darnos cuenta. Creo que nuestras vidas serían mas plenas, mas felices, mas tranquilas y sin estrés, si aprendiéramos a disfrutar cada minuto del día, mirar a nuestro alrededor, aliviar a los que sufren, dar a los que no tienen, abrazar a los que lo necesitan. Jesús nos dijo: Y éste es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado. (Juan 15:12)
AUTOR ANONIMO
Qué gran lección de vida… ser llenos del amor puro de Cristo y amarnos unos a otros hasta llegar a ser uno, como el Padre y el Hijo son uno en amor y voluntad. Es muy difícil de lograr, pero no imposible. Trabajaré en esto. Muchas gracias por su empujón espiritual.
Hola Marianne: Nos alegramos mucho que le haya motivado nuestro mensaje, esa es la idea y así lo quiere Dios. Grandes Bendiciones.